Vida duradera
Esta mañana caía rítmicamente la lluvia
sobre los árboles. Abro la ventana para oír mejor su pacífico gotear sobre
las hojas. Huele a humedad limpia y vivificadora. Doy gracias por estar
vivo, y mi mente y mi corazón vuelan a Nueva York y a Kabul. Oigo el estruendo
de unas torres que se desploman y siento también el terror de quienes
ven caer sobre sus cabezas bombas desde otros aviones. Dos caras de la
misma irracionalidad y violencia que producen la muerte. Con justificaciones
diferentes, con adhesiones o condenas más o menos numerosas, pero muerte
al fin y al cabo. Muertes irremediables e irreversibles, como cuando el
niño mata la mosca y luego no puede volverla a la vida, o el condenado
a muerte es electrocutado y, años después, se demuestra su inocencia.
Pienso en el milagro complejo
de la vida; en la de millones de años que fueron necesarios para que ésta
apareciera sobre la Tierra; en la cantidad de cuidados, energía y circunstancias
que han de reunirse para que un bebé llegue al estado adulto. ¡Cuanto
cuesta dar a luz! ¡Qué de esfuerzos cuesta crecer! Pero basta con una
simple ceguera suicida o con armarse de razones y apretar un botón para
sembrar la muerte y la destrucción en unos minutos. Los suicidas se solazan
en Las Vegas antes de su último viaje al "paraíso de las huríes".
Los pilotos se relajan en las playas de Oriente Medio y elevan su moral
con canciones de las Spice Girls, antes de arrojar sus bombas.
Sólo los muertos asesinados por unos y otros no tuvieron oportunidad alguna
de reconciliarse con su vida ni con su muerte.
Nadie que haya sufrido en propia carne
un bombardeo, ya sean los supervivientes de Madrid, Guernica,
Londres, Dresde, Vietnam, Irak o Belgrado puede
estar de acuerdo con bombardeo alguno. Como bien expresó hace varias décadas
Alan Watts (La cultura de la contracultura, Ed. Kairós), en las
guerras modernas "las únicas personas que están a salvo son las que
están en las fuerzas aéreas, porque están allá arriba. Las mujeres y los
niños habrán desaparecido, porque habrán sido achicharrados....".
Él lo atribuye a lo que, siguiendo a Confucio, llama la filosofía de los
santurrones: "Si yo estoy en lo cierto, entonces tú estás equivocado
y tendremos que luchar. Yo soy un cruzado contra el mal y te voy a eliminar,
te voy a exigir una rendición incondicional". Y todo, porque se lucha
por principios como la fe o la "guerra santa", la "justicia
infinita" o la "libertad duradera". Aunque tal vez estos
principios encubran fanatismo e impotencia o venganza y dominación. Pero
no hay absolutamente ningún principio que pueda sostenerse al margen de
la vida o por encima de ella. Cuando las víctimas se convierten en representaciones
sin rostro del infiel o en "daños colaterales" inevitables,
entramos en la guerra de símbolos y mistificaciones.
El ser humano siempre necesitó
los mitos para conectarse con esa dimensión de la vida que se le escapaba,
que no comprendía, que le atemorizaba, pero, al mismo tiempo, le posibilitaba
trascender la cotidianidad, conectarse con el cosmos y aceptar la muerte
como un tránsito a otra dimensión desconocida. A lo largo de la historia,
y tal vez hasta el Renacimiento y la Reforma, el mito ha sido el fundamento
mismo de la vida social y de la cultura, un modo de ser en el mundo. Los
mitos explicaban "historias sagradas", procedentes de una revelación
transhumana, que expresaban la verdad absoluta. Por ser ejemplares, eran
repetibles y, por tanto, servían de modelo y justificación de los actos
humanos. Con la entrada en el mundo moderno, se considera que el mito
es todo lo opuesto a la realidad, una simple fábula, creación de la mente
de los pueblos primitivos. Sin embargo, como afirmó Jung, el mundo moderno
hace tiempo que anda en busca de nuevos mitos. El papel redentor del proletariado
en la filosofía de Marx o el dominio de la raza aria y la vuelta al paganismo
nórdico no son sino dos ejemplos de mitos políticos de signo opuesto,
que han sido devorados en la vorágine de la historia del siglo XX.
Aunque el mundo
actual, exceptuando las sociedades tradicionales, sea pobre en auténticos
mitos, éstos no han desaparecido del ámbito de la experiencia individual.
Se manifiestan en los sueños, las fantasías y las nostalgias del hombre
y de la mujer actuales. Como expresa con gran lucidez Mircea Elliade,
uno de los grandes historiadores de las religiones del siglo XX, "las
celebraciones de Año Nuevo, o las fiestas que tienen lugar tras el nacimiento
de un niño, la construcción de una casa o incluso el traslado a un nuevo
piso, traducen la necesidad vagamente sentida de un nuevo comienzo
absoluto..., de una regeneración total. Sea cual fuere la distancia
entre estas celebraciones profanas y su arquetipo mítico -la repetición
periódica de la Creación-, no resulta menos evidente que el hombre moderno
sigue sintiendo la necesidad de reactualizar periódicamente dichos escenarios,
por muy desacralizados que parezcan... y dichas celebraciones siguen teniendo
un eco, oscuro pero profundo, en todo su ser" (Mitos, sueños y
misterios, Ed. Kairós).
Cada vez que Estados Unidos ha
celebrado su día de la Independencia, ha festejado en el fondo el mito
del segundo Edén, de un nuevo comienzo del mundo por parte de los padres
fundadores: una isla de seguridad mantenida durante 200 años, al abrigo
de los vaivenes y las catástrofes del resto de los países. El 11 de septiembre
el mito era herido de muerte. Ya no existe posibilidad alguna de negar
la interdependencia de cualquier fenómeno que ocurra en cualquier país
del planeta Tierra. Si la imaginásemos como una gran nave espacial, cualquier
acción contra cualquiera de sus compartimentos afectaría a toda la tripulación
y a todos sus pasajeros.
En el dominio colectivo, la perversión
de esta búsqueda de regeneración total podría ser la omnipotencia nihilista
del suicida que cree que todo le está permitido para que, tras la destrucción
y el caos, aparezca un nuevo orden coránico. Pero la respuesta de una
"justicia infinita", atributo tradicionalmente exclusivo de
Dios, o la ilusión de una "libertad duradera" basada en el castigo,
el control y la dominación, en lugar de fundarse en la justicia, el diálogo
y el respeto a las diferencias, constituyen el entramado de la misma trampa:
la lucha absoluta del Bien contra el Mal, en donde el mal siempre está
del otro lado. Como escribió Freud, siempre se puede mantener unido a
un considerable número de personas, poniendo a otro grupo aparte contra
el que manifestar la agresividad.
Olvidado el mito del "buen
salvaje" de Rousseau, durante muchos años la civilización ha consistido
parcialmente en aceptar someterse al monopolio de la violencia del Estado
como mal menor, para evitar la guerra de todos contra todos. Pero obviamente
los Estados han abusado de la violencia, y los revolucionarios de distintas
ideologías han justificado la suya en contra de la violencia institucionalizada:
la espiral de la violencia globalizada. Cuando el Gobierno de Estados
Unidos convierte a Osama Bin Laden en un icono, personificación del mal,
no hace sino reproducir la lógica de éste de convertir a Estados Unidos
en una fuerza satánica contra la que unir el mundo islámico, ya
de por sí fragmentado en suníes y chiíes, reinos feudales y repúblicas
modernas, dictaduras y democracias, pobres y ricos... (Quien quiera profundizar
en el tema, podría leer la la erudita y asequible obra de Bernard Lewis:
Las múltiples identidades de Oriente Medio, Ed. Siglo XXI).
Y por debajo de las palabras
y de los gestos, de la guerra mediática para ganarse el máximo de las
diferentes parcelas de opinión pública, la corriente subterránea del dinero:
el dinero que hasta ahora no se quiso controlar de las redes terroristas
y los enormes beneficios de la industria de las armas que se consideran
intocables. Si ampliamos el concepto de terrorista no sólo al que pone
una bomba o secuestra un avión, sino también al que planifica el acto,
lo financia, lo encubre y da protección a toda la red, habría que ampliar
el concepto de traficante de armas no sólo al que las vende o las transporta
de un lado a otro, sino al que las inventa, las fabrica, las financia
y a todos los que sacan dividendos de su fabricación y de su utilización
en guerras locales creadas o fomentadas a propósito.
Ante la magnitud de esta visión,
es fácil refugiarse en la política del avestruz, en la impotencia o en
el hedonismo del momento. Sin embargo, con cada pensamiento, palabra o
acto individual contribuimos a la paz o generamos la guerra. El viejo
principio romano de "si quieres la paz, prepara la guerra" sólo
ha producido una cadena incesante de guerras. Ha llegado el momento de
afirmar: "si quieres la paz, constrúyela día a día". En esta
línea, el 25 de septiembre, el Maestro budista Tich Nhat Hanh hacía un
llamamiento en favor de la paz en una conferencia pública dada en Nueva
York: "Toda violencia es injusticia. Responder a la violencia
con violencia es injusticia, no sólo hacia la otra persona, sino también
hacia uno mismo... La violencia y el odio a los que nos enfrentamos actualmente
han sido creados por la incomprensión, la injusticia, la discriminación
y la desesperación. Todos somos corresponsables de la creación de la violencia
y de la desesperación en el mundo por nuestra forma de vida, nuestra forma
de consumir y de manejar los problemas del mundo. Comprendiendo por qué
se ha creado esta violencia, sabremos qué hacer y qué no hacer para disminuir
su nivel dentro de nosotros y en el mundo, así como para crear y potenciar
la comprensión, la reconciliación y el perdón".
Este viejo luchador por
la paz, que fue propuesto en su día para premio Nobel de la paz, sabe
muy bien de qué habla. Durante años, participó en las conversaciones de
paz en la guerra de Vietnam y fue marginado por uno y otro bando. En la
recopilación de sus poemas, recién publicados por Editorial La Llave
bajo el título Llamadme por mis verdaderos nombres, va desgranando,
verso tras verso, intensidad y compasión, sabiduría y lucidez iluminada,
forjadas en el pozo del sufrimiento más desgarrador. Estos poemas son
especialmente "desactivadores" de las bombas que todos llevamos
dentro, ya sean las bombas del rencor o del orgullo, del odio o de la
codicia, del egoísmo o de la cobardía.
En estos momentos de fragor,
necesitamos silencio interior. El silencio del misterio de donde surge
todo auténtico poema. Y necesitamos poesía que brote de la sabiduría del
corazón. Si un solo poema lograse abatir la ilusión de que somos un "yo"
separado, habríamos empezado a despertar de un largo sueño, de una atroz
pesadilla en la que creíamos luchar contra enemigos, cuando en realidad
sólo momentáneamente rompíamos alguno de los diferentes espejos del Yo.
Alfonso Colodrón
|